
En A libro abierto, la autobiografía que escribió John Huston al final de sus días, encontramos nada más empezar a leer una declaración de intenciones: «Mi vida se compone de episodios fortuitos, tangenciales y dispares. Cinco esposas: muchos enredos, algunos más memorables que los matrimonios. La caza. Las apuestas. Los pura raza. Pintar, coleccionar, boxear. Escribir, dirigir e interpretar más de sesenta películas».
A lo largo de más de trescientas páginas rescata recuerdos, como una anécdota acerca de otro genio al que admiraba, Charles Chaplin, sobre el que cuenta que se quedó cuidándole una vez que estaba enfermo cuando era un niño: «Era la encarnación de un mito»; o desmiente tópicos sobre el viejo Hollywood: «Bob Mitchum no era un hombre difícil como decían». Y a menudo se muestra melancólico, como cuando rememora el lugar donde se rodó La noche de la iguana (1964), cerca de su última residencia en México, que más tarde quedaría desierto.
También hace homenajes a algunas de las personas más importantes en su vida, como su padre Walter, a quien dirigió en El tesoro de Sierra Madre (1948), o Humprey Bogart, con quien trabajó en varias ocasiones (El halcón maltés (1941), La reina de África (1951)…): «Nunca habrá otro como él». Y critica a los grandes estudios, que dejaron de financiar películas para su íntimo amigo Orson Welles, en su opinión porque tenían miedo a su inmenso talento, que eran incapaces de entender.

Por otro lado, explica los pormenores de algunas de sus obras más emblemáticas, como Moby Dick (1956) («Fue la película más difícil que he hecho en mi vida), o reivindica otras que han pasado más desapercibidas: Reflejos en un ojo dorado (1967) es una de mis mejores películas». Y narra historias que hacen las delicias de cualquier cinéfilo, como su enfrentamiento a puñetazos con Errol Flynn por una mujer, o cómo fue Paul Newman, en el que había pensado en un principio para protagonizar El hombre que pudo reinar (1975) quien le aconsejó que contratara a Connery y a Caine.
Además de un cineasta extraordinario, cuya influencia se puede apreciar en la obra de otros grandes directores como Martin Scorsese o Steven Spielberg, fue también un aventurero en el sentido más noble y puro de la palabra, como mostró Clint Eastwood en Cazador blanco, corazón negro (1990). Por eso algunos le han llamado el Ernest Hemingway del cine. No en vano, fue amigo del autor de París era una fiesta, a quien visitó en su finca, y trabajó en Forajidos (1946), la adaptación que hizo Robert Siodmak de su cuento The Killers.
Aseguran los que le conocieron que la mejor película de Huston fue su propia vida, llena de excesos y pasión, y quizá estén en lo cierto. Sólo se arrepintió de no haber pasado más tiempo con sus hijos, haberse gastado el dinero antes de ganarlo, no haber bebido más vino en vez de otras bebidas más fuertes, haber fumado cuando tenía pulmonía y haberse casado tantas veces.