El jueves 13 de octubre de 2016 la academia sueca se encargó de hacer pública la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan. Una noticia audaz, controvertida e increíble, aunque no del todo inesperada: desde hacía varios años el rumor de que el bardo de Minnesota podía recibir el Nobel caldeaba las quinielas, alentaba la provocación y, precisamente, sustentaba la incredulidad de los puristas.

Nada más conocerse la noticia comenzaron los pertinentes aullidos y las exquisitas blasfemias. La indiferencia como cobijo contra el terror acabó sucumbiendo ante la osadía de la realidad. Las tímidas amenazas de los cabreados, parapetados en sus trincheras de infierno, trajeron emboscadas de recelo y ofuscación. En vez de un premio una afrenta parecía.
El paso del tiempo, sin embargo, no ha puesto las cosas en su sitio y gracias a la controversia generada alrededor del Nobel, seguimos sin encontrar la respuesta adecuada a tan intrincada cuestión: ¿qué es y qué no es literatura?
Resulta pertinente confesar que el que esto escribe no empezó a conocer (un poco) a Bob Dylan hasta el día que se compró un libro con las letras de sus canciones: el primer volumen de una edición bilingüe (Espiral/Fundamentos, una serie dirigida por Alberto Manzano con traducción de Carlos Álvarez) y que incluía todos sus primeros discos hasta el Highway 61 Revisited. Dicha adquisición no fue exclusivamente cuestión de pose o romanticismo púber, pues ya notaba yo que algo me estaba perdiendo cuando escuchaba al tío Bob, tan torrencial e insaciable como para no necesitar recurrir a los estribillos pegadizos, a los instantes exhalación o a los solos para que se luciera el instrumentista virtuoso de turno. No eran canciones para escuchar de fondo, eso parecía claro. Tendríais que haberme visto encerrado en mi habitación con los discos de Dylan, concentrado en las letras, con las traducciones de Carlos Álvarez a un lado, y la cubierta del álbum al otro. Por eso, tras el descubrimiento, una vez alcanzado el éxtasis a través del conocimiento, terminé por aceptar (no descartando la singular atracción del placer masoquista) que necesitaba ampliar material para divisar con mejor perspectiva el paisaje, de modo que acabé comprando, en una Feria del Libro, el segundo volumen de la serie Dylan, que incluía el periodo entre el álbum Blonde on Blonde y el Blood on the Tracks. Tened en cuenta que todo esto ocurrió en un tiempo sin internet cuando los insatisfechos saciábamos la curiosidad (y no sólo de las letras de las canciones) entre las librerías o, en su alternativa pirata, las copisterías.
Símbolos y metáforas, beatnicks y existencialistas, aquel descubrimiento lírico (fuera o no literatura) nunca, a lo largo de todos estos años, ha dejado de generarme cierta inquietud ante el hecho, más que una simple sensación, de estar perdiéndome algo, mucho, bastante, de ese universo repleto de estímulos y referencias con el que Dylan salpimentaba sus composiciones. Al principio me quedé atrapado en algún lugar indeterminado del laberinto Dylan, un lugar dónde lo mismo salían a relucir los problemas ancestrales de la sociedad americana (genealogía de mitos y leyendas, desde los pioneros del lejano Oeste hasta los maestros del blues), que las imágenes poéticas enrevesadas de la actualidad de una época dinamitada por los continuos giros del destino (desde mediados de los 60 hasta principios de los 70), con la certeza, acentuada según iban pasando los discos, de que casi todas las canciones de Dylan, a pesar de lo que aparentaban, hablaban de amor.

En coherencia con el intervalo de tiempo que abarcaban los dos volúmenes bilingües con las letras de las canciones (hasta 1975), en mi discoteca había una fractura evidente del catálogo dylaniano a partir de mediados de los setenta, si exceptuamos la presencia de Slow Train Coming, de 1979, que por causas del azar fue, precisamente, mi primer disco Dylan. Tras la seducción inicial vino un periodo de inestabilidad, estrechamente relacionado con la efervescencia adolescente, en el que no presté demasiada atención a las novedades del de Duluth hasta 1995, cuando se lanzó el MTV Unplugged, con su consiguiente tabarra publicitaria, que puso de nuevo a Dylan en el candelero. Resurgieron entonces las ganas de retomar (tímidamente, eso sí) la discografía Dylan justo en el mismo punto que me había servido tanto de iniciación como de ruptura: desde Slow Train Coming, motor de arranque de su denostada (casi por unánime consenso) etapa cristiana. No fue, sin embargo, hasta el encuentro con esa filigrana llamada “Time out of mind”, dos años después del Unplugged, cuando se desató en mí una inquietud pasional por Dylan que permanece latente todavía.
Lúcido y seminal, Time Out of Mind inició a finales del siglo XX una revuelta creativa poderosa que trajo consigo a un Bob súper inspirado y sombrío, con un sonido remozado (algo de culpa tenía Daniel Lanois, ¿verdad, Bob?) que se ajustaba perfectamente a las referencias folk, blues y rock’n’roll de toda su vida. Era darle una vuelta a lo de siempre o, a lo de siempre darle una vuelta. La colección de álbumes de este periodo (pre-Nobel) es sencillamente de escándalo. Considerando como preámbulo a Oh Mercy, tenemos Time Out of Mind, Love and Theft, Modern Times, Together Through Life y Tempest. Pura lujuria emocional que evoluciona sutilmente disco a disco. Es reseñable, sin embargo, el cambio que se produjo a partir de Love and Theft cuando un swing elegante, saltarín y muy personal aflora de las entrañas de las nuevas composiciones, lo que, a su vez, permitió despertar al crooner que Dylan tenía olvidado (o secuestrado) en su interior. Como consecuencia lógica de todo esto, Dylan, por fin sin reparos, sin prejuicios, sin prisas, sin necesidad, tal vez sin ideas; se lanza a rendir tributo al cancionero americano de finales de s. XIX y principios del s. XX que creó industria englobado bajo la denominación de Tin Pan Alley. Shadows in the Night, Fallen Angels y Triplicate (que se lanza al mercado unos meses después de concederle el Nobel) son los discos de la diversión (habría, en este sentido, que incluir también el disco de villancicos de 2009) y de la madurez, dentro de un periodo de vade retro decadencia pero sin dejar de girar para mirar hacia atrás. Un periodo al que, de repente, con la llegada del Nobel le cae encima, además de toda la hiel acumulada desde aquella satánica electrificación en el Free Trade Hall de Manchester en el 66 (“¡Judas!”), la euforia de la censura camuflada, la falsa libertad del hashtag y las opiniones de sus apóstoles enmascarados. Es la tiranía digital que, seguramente, a Bob Dylan le resbalara tanto como, en su momento, le resbaló la propia concesión del Premio Nobel, al menos de cara a la galería. Porque Dylan en realidad, más allá de su obra y su carácter, cincelados, en parte, en función del volumen que adquiría la sombra de su leyenda (y con el Nobel ya nadie puede calcular el tamaño que ésta puede alcanzar algún día), es un sabueso, un rastreador en busca de los fundamentos que han erigido la cultura, principalmente americana, donde la perspicacia y la distancia (a veces ironía, otras soberbia), actúan como un revulsivo frente a lo magnánimo.

Desde la publicación de Tempest en 2012, Bob Dylan no había vuelto a sacar un álbum con material nuevo y original: una eternidad para muchos, un “me da igual” para otros tantos. Obviando la desastrosa experiencia que tuve en el directo del 27 de marzo de 2018 en el Auditorio Nacional de Madrid, puedo decir que desde entonces los cinco discos anteriormente aludidos y repletos de standards saciaron las ansias de este feligrés en su justa y necesaria medida. De alguna manera, después de la supuesta gravedad del premio, se agradecía la sorna y la ligereza con la que Dylan detenía el tiempo en busca de las musas (alusión directa en el nuevo álbum), saliéndose una vez más por la tangente. Nada nuevo, salvo para comprobar la capacidad de adaptación que tenía el diablo todavía.
Atrapado en un annus horribilis, como todos, no supe adivinar que ese precisamente era el momento propicio para que Bob lanzara una canción nueva. El 27 de marzo de 2020, en mitad de una catástrofe de dimensiones bíblicas, se lanzó “Murder Most Foul”, un sermón de casi diecisiete minutos que, a traición, clamaba, claro, en el infierno. Parecía sensato que Dylan, con el poder, pero sin la premonición, aprovechara el desastre para excitar a sus fieras, puesto que los demás mortales ya estábamos aleccionados. ¿Perorata o texto sagrado?, he ahí la cuestión. “Murder Most Foul” no escatima evidencias culturales, históricas o sociales, para construir una copla tan abrumadora que empieza en declive y termina en anhelo. El fin justifica la temeridad para el Dylan que más nos gusta, el que acusa un pasado y se revuelca en él: Dylan vs Dylan. ¿Y nosotros qué? Presenciando y apostando. Es la lucha en el barro, el espectáculo del mismo sujeto capaz de perder, ganar y presentar la ceremonia. Nadie, ni siquiera Dylan, puede arruinar una buena debacle.
Pero “Murder Most Foul”, además del adelanto de un nuevo disco (esto, en realidad, no fue nunca un spoiler), es una canción al margen de una obra, pues fluye sola, cual juego, cual provocación y, aunque no es tan esquiva como en una primera (segunda, tercera…) escucha pudiera parecer, su estructura determina cualquier postura que se tenga al respecto, incluso la de su ubicación en los formatos físicos: aislada, en la última cara del segundo vinilo o en un cd aparte.
Resulta evidente que ningún disco puede terminar con una pandemia, pero un buen disco en medio de una (en concreto, éste apareció el 19 de junio) puede atenuar sus efectos abrumadores, extenuantes, desesperantes, tristes, devastadores. Rough and Rowdy Ways es sólo un disco, nada más, un disco crepuscular, sin lágrimas, donde los homenajes se suceden en un continuo que no deja lugar a la autocompasión. Donde se pasean los mitos habituales de Bob, que invoca con épica a la sinceridad de las musas y a la inspiración de los bluesmen, pero no sucumbe (y van… toda una vida) al exorcismo justiciero que pretenden los otros, los que odian y no dudan, los que meten ruido para que no se escuche la música. El creador, con perspectiva, acaba rindiéndose ante los vigías de salón que, sin ella, ahogan la aventura entre la disección y el tumulto. Y puede que tengan razón, la duda no ofende porque la equidistancia es imposible. Como el que oye llover, apenas se escucha el alarido del epígono que busca entre la dignidad los restos de los restos de sus restos. Que ya todo está inventado: ¿un conjunto de notas?, ¿un montón de palabras?, ¿combinación y recursos del artista incandescente?, ¿cálculo de probabilidades, tal vez? Alabado sea Bob, cómo lo ensambla todo. Y, aunque la apuesta mantenga al dylanófilo expectante y a la vez entregado, tiene toda la pinta de que la profanación para Bob es un rito (de manual), constatación, por otra parte, del señuelo para mantener viva la (divina) comedia.

Pero vayamos al grano, que parece que juguemos a ser Bob Dylan, con lo difícil que tiene que resultar ser él todo el rato, toda una vida: Rough and Rowdy Ways es un álbum que mantiene y, por momentos, flirtea por las cumbres de Time Out of Mind, Love and Theft, Modern Times, Together Through Life o Tempest. El tiempo lo pondrá en el sitio que le corresponde, en tal o cual lugar del parnaso, porque no desentona, no arriesga, no defrauda, es simple y llanamente un álbum fabuloso, eso sí, fabuloso de Bob Dylan.
Ni menos arrogante, ni tan sincero. ¿Frágil?, tan frágil que pareciera que nunca se fuera a romper. ¿Fuerte?, tan fuerte como para proponerse cantar lo mismo que Frank Sinatra y salir… bueno, simplemente salir. El caso es bascular sobre el alambre como si fuera la (¿mejor?) forma de obtener unos resultados tan estrambóticos como certeros. Es acercarse al cantante melódico para alcanzar al Dylan de Rough and Rowdy Ways, una evolución, una sorpresa. “No puedo cantar una canción que no entiendo”, suelta en “Goodbye Jimmy Reed” y se queda tan Bob, esculpiendo entre los surcos como epítome de un narciso en Cayo Hueso, su limbo particular cerca de La Habana. Y, por otro lado, qué vulgar debe de ser, a estas alturas del trayecto, cargar con la religión cuando puede uno viajar ligero.
Abrazado al influjo de Calíope, numen con una flauta en una mano y en la otra una poesía, el contrabandista hace acopio de tácticas de seducción (recurso eterno) y en un delirio de voracidad extrema sella el pacto con el Monstruo de Shelley. Mordaz e indispensable, el veterano diletante que sabe engatusar hasta al de la cacerola, convertido en un Dylan fragmentado por el efecto del clamor, atraviesa el Rubicón. Al otro lado del río está el góspel, o eso espera el desalmado mientras, tarareando una vieja melodía de Offenbach (libre de derechos, eso sí), lanza por la borda (como la falsa moneda) el resquemor de la superchería: Alea iacta est.
¡Que la sombra de la sombra de tu sombra nos cubra de esperanza, maldito Bob!
Como pista extra os dejamos este increíble documento de Bob Boilen para la revista NPR en el que se enumeran las 74 canciones (no de Dylan) aludidas a lo largo de todo Rough and Rowdy Ways, incluyendo una lista de reproducción con los temas.