Recuerdo que era muy temprano, que tenía prisa y que, antes de salir, me había limitado a ducharme, vestirme, tomar un café con dos gotas de leche y encender el teléfono móvil para comprobar si tenía algún mensaje, alguna llamada, sin tiempo para curiosear por las redes. Habitualmente suelo coger el transporte público para desplazarme desde mi casa al centro de trabajo, pero aquella mañana necesitaba utilizar el coche. Tengo un vehículo antiguo (20 años repartidos entre sus dos ejes) al que no le funciona el aparato de música, así que no pude escuchar la información por la radio. Mientras iba conduciendo oía como entraban algunos mensajes en el móvil que tenía guardado dentro de la mochila. Cuando por fin pude estacionar me dispuse a leerlos. Eran todos de mi hermana: “Hola”… “Te has enterado?”… “Qué fuerte!”… “Ha muerto Bowie!!!!”… “No me lo puedo creer!!!!”… “Bowie!!!!”… Telegráficos, tristes, desesperados. Tenía sentido que mi hermana pequeña, nada más enterarse, me comunicara la noticia, pues fue ella la que tuvo que soportar, cuando lo descubrí en la adolescencia, la mayoría de mis sesiones Bowie, por mucho que cerrara la puerta de mi habitación. Como momento culmen, cruce de destinos, el 15 de julio de 1997, en la época del “Earthling”, ambos fuimos juntos a verle en directo a la extinta Sala Aqualung.
Me quedé un buen rato paralizado, catatónico dentro del coche. Se me hizo un nudo en la garganta entre una nube de recuerdos y pensamientos: “No”, “No me lo puedo creer”, “Imposible, ni de coña”, “Pero si acaba de sacar un nuevo álbum”, “No, no, no…”, “Qué cabrón”, “Joder, ¿por qué?”, “El Ziggy Stardust, el Hunky Dory…”, “La etapa de Berlín, Dentro del Laberinto…”

Las primeras veces, encerrado en mi cuarto con sus discos y sus cintas grabadas, ya supuse que la magia de David Robert Jones estaba en todas las cosas que hacía. Cuando escuchaba una canción suya o lo veía en un videoclip o en una película, el magnetismo que emanaba alrededor me atrapaba hasta el punto de querer saberlo todo de él. Sus diferentes etapas (que fui desordenada y paulatinamente descubriendo), sublimaban tanto la inquietud como las ganas de sorprender. Las expectativas generadas, un secreto a voces (en las revistas, en la televisión, en la radio), eran las de un artista que lo mismo podría haberse dedicado a hacer canciones que a pintar cuadros o a escribir y representar musicales en el West End y en Broadway. Al final resultaba que la supuesta magia se había convertido en certeza y que la ambición polivalente, la cual aglutinaba todas las disciplinas en una sola, adoptaba el nombre de David Bowie.
Las mutaciones se correspondían con el diseño y con las ganas de imaginar, crear y, una vez agotado, matar al personaje. Era la honradez del hastío la que mantenía los niveles de exigencia, como un baremo para diletantes. Bowie en estado puro era un héroe de leyenda en busca del Santo Grial. La magnitud de semejante aventura daba cuenta de la ofuscación y de sus universales consecuencias.
Recientemente he terminado de leer Bowie por Bowie. Entrevistas y encuentros con Bowie (Libros Cúpula), un libro en el que Sean Egan recopila 32 reportajes de distintos interlocutores/entrevistadores con el artista desde 1969 hasta 2003. La selección, en términos generales, retrata a un personaje tan fiel a sí mismo que asusta la continuidad y la coherencia narrativa de muchas de las respuestas en el tiempo.

A pesar de asumir sus propias contradicciones, Bowie es capaz de articular un discurso sincero, muy pegado a lo que los lectores podríamos esperar de él, con algunos arrebatos esporádicos de rebeldía que dejan al descubierto que, a pesar de su locuacidad, Bowie contiene al canalla. Queda patente la flema británica, la actitud elegante de aquél que, aceptando las reglas del juego de la promoción, acaba subvirtiendo la justificación del formato (la entrevista, el reportaje), cuya finalidad no es otra que dar a conocer la última obra del sujeto entrevistado y, por lo tanto, como es el caso, hacer campaña para vender discos. La táctica, pues no me cabe duda de lo premeditado, consiste en que en cada conversación David va engrandeciendo al mito Bowie, relegando a un segundo plano a la novedad (el álbum) de turno. Sin disimulo, prefiere salvaguardar, de los restos del naufragio, todo el catálogo al último lanzamiento y, aunque se muestra relativamente orgulloso del disco o de la gira correspondiente, parece más preocupado en la posteridad y en asentar los cimientos de su leyenda para que así no le quepa ninguna duda al hagiógrafo.
Por no hablar de la seducción, una constante, un estilo de vida; y de la autocrítica, una estimable rareza que glorifica el contenido. Además, con la perspectiva de los discos y las transformaciones, se activan los resortes que dan rienda suelta al libre albedrío, justo ese instante en el que, según terminas una entrevista, cierras el libro y sales corriendo a escuchar tal o cual canción.
Bowie admite la adjetivación como nadie, acepta con dignidad los lugares comunes en los que caen una y otra vez los que firman los reportajes y no elude las preguntas escabrosas respondiendo con inteligente sensatez hasta dónde él quiere contestar.
Es tremendo comprobar que Ziggy Stardust (la escuálida figura, el corte de pelo, la pose, las plataformas… no el disco) apenas duró un año o que “Young Americans”, como primera vía de escape, es injustamente menospreciado por su creador para, al cabo de los años, reivindicarlo con pericia. Prácticamente todos y cada uno de los discos de Bowie son la instantánea del tiempo y el lugar en el que fueron ideados, compuestos y grabados. Su impulsiva vitalidad, en contraste con la frialdad y el cálculo de Brian Eno, con el que realiza un viaje fantástico al centro de la resurrección (segunda vía de escape), resuelve(n) la ecuación del prodigio y allí, en su seno, encuentra el hogar en el que quedarse a vivir una temporada. Trilogía lacónica de la persuasión al margen de las evidencias: Low, Heroes y Lodger, diversifican la palpitante necesidad de asociación de dos versos libres, almas que al vuelo atrapa Tony Visconti desde la tierra antes de que éstas se evaporen. Visconti Control to Major Bowie.

El arte, la moda, los libros… La constatación de que en los dos discos de Tin Machine (tercera vía de escape) Bowie mira hacia atrás con ira, derrama gasolina y prende la llama. Esta insultante impertinencia (¿enrolarse en una banda?, ¿tocar rock sucio con traje?, ¿hacer lo que le da la gana?), como una transfusión de sangre, le predispone a encarar los 90 con una furia creativa descomunal gracias a la cual, tras una profunda exhalación, alcanza cotas insospechadas. “1. Outside”, por ejemplo, de nuevo de la mano de Brian Eno, es un álbum tan desfasado desde su presunta modernidad que se sitúa fuera del tiempo.
Hoy, mientras escribo esto, está nevando ahí fuera y, como me ocurrió entonces al enterarme de la noticia, dentro del coche, paralizado, acuden a mí los recuerdos, las sensaciones, los momentazos que siempre han definido mi relación con él. Qué grande, qué inmenso… Mierda, ya no habrá jamás otro disco con material nuevo de Bowie.
Hace cinco años que falleció David Bowie. Ya cinco años.