En este microrrelato dedicado a Martin Scorsese, figura clave del cine norteamericano de las últimas décadas aún en activo, están presentes los títulos de todos sus largometrajes de ficción en los que trabajó como director (salvo Boxcar Bertha), así como los de algunos de sus documentales. Como no podía ser de otro modo, hilvanando los títulos uno tras otro, aparece una turbia historia de gánsteres con final violento.

New York, New York, ¡qué ciudad! Eran malos días, malas calles. La edad de la inocencia había quedado atrás después de cincuenta años de rebeldía. El irlandés era uno de los nuestros, de los gangs de New York, un taxi driver, como dicen por allí, con una fuerza sobrehumana, un toro salvaje. Lo conocí en aquel asunto turbio, tras mi viaje a Italia, que dio con mis huesos y los del aviador en Shutter Island, muy cerca del cabo del miedo. Estuvimos infiltrados juntos en aquel casino que dirigía en la sombra Hugo Seinfield, el lobo de Wall Street. La invención de Hugo producía dinero a espuertas. Se podía oler, más que ver, el color del dinero. Trabajar allí y no robar era peor que la última tentación de Cristo.
Nos encargaron acabar con la hija de Jerry, el rey de la comedia, y sabía que sería mi último baile, el último vals. Iba al límite cuando llegamos a su casa.
—¿Quién llama a mi puerta?
—¿Dónde está Alicia? ¿Quién coño eres tú?
—Alicia ya no vive aquí. Me llamo Kundun. Soy estudiante… de intercambio.
—Pues estás en el sitio equivocado.
Saqué mi pistola y después… silencio. ¡Jo, qué noche!