El nuevo y emergente movimiento musical, por un lado, causaba recelo entre los músicos más clásicos, que no terminaban de comulgar con la supuesta anarquía que el nuevo estilo promulgaba; pero por otro, causaba revuelo entre el público al que, aquella música desenfadada y provocadora le hacía volar, igual no tanto con los pies como con la imaginación.

Españolitos, al principio estaban las orquestas y los guateques, las fiestas con verbena y los salones de los casinos o de los hoteles. La música que sonaba, con su irresistible swing, incitaba al baile y cuando alguien preguntaba cómo se llamaba aquello tan emocionante, los diletantes decían que era jazz. Pero el tiempo fue pasando hasta que un día la música de jazz, como diría Pedro Iturralde, dejó de ser bailable. El nuevo y emergente movimiento musical, por un lado, causaba recelo entre los músicos más clásicos, que no terminaban de comulgar con la supuesta anarquía que el nuevo estilo promulgaba; pero por otro, causaba revuelo entre el público al que, aquella música desenfadada y provocadora le hacía volar, igual no tanto con los pies como con la imaginación.
Los primeros discos de jazz que llegaron a Europa (también a España), fueron aquellos que traían (dentro de sus petates) los militares americanos que combatían en la Primera Guerra Mundial. Como consecuencia de un peculiar exilio musical, motivado por la fuerza con la que, según avanzaba el siglo, empezaban a emerger multitud de tendencias, nuevos estilos que seguían la estela de todo ese jazz (el fox-trot, el charleston y, sobre todo, el rock’n’roll, que se desmarcó como estandarte de la rebeldía juvenil), se produjo un creciente flujo de músicos y bandas americanas especializadas en ragtime, desde América a Europa (especialmente a Londres y París). Esta asunción de singularidades importadas (ritmos americanos provenientes del folclore negro y de los cantos de los trabajadores de finales del s. XIX y principios del s. XX) revolucionó el repertorio de unas orquestas que, en España, además del patrimonio folclórico, no dejaban de citar entre sus influencias (evidentes) el tango, la cumbia, el bolero, la guaracha…
El aislamiento sociocultural que el régimen dictatorial impuso durante la posguerra, provocó el progresivo desprestigio y la consiguiente banalización de la música jazz en España, quedando muy mermadas sus cuotas de auge y sofisticación con respecto a otros países europeos como Francia, Dinamarca, Bélgica o Los Países Bajos. Lenta y gradualmente, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, fueron proliferando en España las Jam-Sessions y los Festivales de jazz gracias al empuje de los aficionados, en torno a los Hot Clubs y los emergentes Colegios Mayores de las Universidades (Club de Música y Jazz San Juan Evangelista, popularmente conocido como El Johnny); cuyo proselitismo daría origen, a principios de los sesenta, a los primeros locales especializados, como el Jamboree Jazz (1959) en Barcelona o el Whisky Jazz Club (1960) en Madrid.
En aquellos primeros años, la aparición de una figura capital como la del pianista Tete Montoliú, verdadera y cuasi solitaria estrella española en el firmamento del jazz Internacional, sobre todo a raíz de sus míticas actuaciones en Cannes, San Remo y Berlín, a finales de los 50; dinamizó la proliferación de músicos de vocación y excepcionales que siguieron su camino: el saxo alto Vlady Bas o el saxo tenor (entre otros instrumentos) Pedro Iturralde, osado e inquieto, impulsor de una variante renovadora y autóctona capaz de conjugar con soltura el jazz y el flamenco, consecuencia natural de su ecléctica personalidad.

Seguramente Pedro Iturralde había heredado esa inquietud musical de su padre, un gran aficionado de formación clásica, que aprendió a tocar el requinto, el clarinete y el saxofón, enrolándose en bandas de pueblo y orquestas varias desde muy joven. Y eso que, al principio en las orquestas, no estaban incluidos los saxos. Por eso, cuando éstos definitivamente se incorporaron, el sonido se expandió, albergando todo un mundo de posibilidades que, gracias a los nuevos y fastuosos arreglos de viento, desataron el huracán enorme de las Big Bands.
Pero ahí no acababa la cosa, muy al contrario, era sólo el principio, el origen del amor infinito de Pedro Iturralde por la música y, más en concreto, por el sonido del saxofón, si tenemos en cuenta que Pedro, con 9 años, ya acompañaba a su padre cuando éste tenía que ir a algún ensayo. Parecía consecuencia natural, por tanto, que el pequeño Pedro se iniciara con el saxofón y que los vínculos con su padre les llevaran a ambos, incluso, a compartir escenario como sabia redistribución de recursos. Según contaba el propio Pedro Iturralde, la oportunidad le surgió cuando un día, la orquesta en la que su padre tocaba el saxo barítono, tuvo la necesidad de incorporar un nuevo saxo tenor, lo cual llevó a que Pedro, recomendado por su padre, hiciera las pruebas para formar parte de la banda. El feliz desenlace marcaría la estrecha relación de Pedro con dicho instrumento. Desde aquel momento, su favorito.
Precoz niño prodigio, a los 10 años Pedro Iturralde ya se había hecho un hueco fijo en aquellas orquestas que tocaban en el baile los domingos o en los días de fiesta (bodas, bautizos, celebraciones varias…). De paso, en los años iniciáticos, descubrió el pulso de las nuevas tendencias musicales gracias a los discos de los artistas americanos que un primo lejano suyo, que había vivido en Argentina y que también tocaba en la orquesta con él, le solía dejar. A partir de aquí lo tuvo del todo claro: quería vivir de la música.
Comenzó a estudiar solfeo, dedicándole horas y horas al saxofón y al clarinete. Más adelante también aprendería a tocar el violín y el piano. A los 13 años tuvo la oportunidad de tocar en la Fiesta de Fin de Año en el Casino Principal de Pamplona, y firmó su primer gran contrato como profesional a los 14 años, cuando le propusieron tocar en el Café Comercio de Logroño. A estas alturas era imposible contener el vendaval. No hubo manera de que Pedro pudiera parar todo lo que se le venía encima y que tan generosamente devolvería más adelante con una carrera excelsa y un impecable legado.

Al principio anduvo itinerante entre su pueblo (Falces), Logroño y Pamplona hasta que el director de una orquesta de Barcelona le oyó tocar y le quiso contratar para salir con ellos de gira, primero por España, más adelante por Lisboa, Casablanca, Orán, Argel y Túnez. En plena vorágine, siendo ya jefe de orquesta, tuvo que regresar a España para hacer la mili. Una vez terminado el servicio militar se instaló en Madrid, retomando su carrera, uniéndose a la orquesta del vibrafonista Salvador Arevalillo. Por entonces le surgió la oportunidad de formar su propio grupo, una banda que acabó estableciéndose como orquesta residente de la sala situada en el piso 26 del Edificio España de Madrid. El variopinto repertorio que llevaban preparado (bolero, cha cha cha, mambo, canción francesa…), cumplía con la doble función de, por un lado, satisfacer las ansias de baile de los invitados, y por otro, proporcionar, gracias a esa ductilidad añadida, impresionantes recursos que explotaban la vertiente más innovadora e ingeniosa de las adaptaciones y los arreglos musicales.
Durante este periodo contactó con él un importante empresario, dueño del Hotel Capitol del Líbano, que le ofreció una estancia de dos o tres meses con una orquesta hecha a su medida. Compuesta principalmente por músicos egipcios, Iturralde consiguió formar un conjunto poderosísimo de instrumentistas, quedándose finalmente un año en el Líbano. Del Líbano se marchó a Grecia y de ahí a Turquía. Pasó dos años en las bases americanas de Francia y Alemania y entonces decidió regresar a España, atraído por el fulgor de la creciente escena musical que comenzaba a resonar con nocturnidad, alevosía y arrebatadores solos de trompeta, piano y saxofón.
Lo dicho, en Barcelona el Jamboree y en Madrid el Whisky Jazz Club, resultaron esenciales para la comunión entre los músicos y el respetable, ambos ávidos, ambos complementarios. Este chispazo jazzístico medular contribuyó a que los artistas, aprovechando la coyuntura, se precipitaran por los caminos de la excelencia. Mientras, el público, ahí enfrente, entusiasmado. Santuario de pioneros patrios (Juan Carlos Calderón, Joe Moro, Vlady Bas, Tete Montoliú, Enrique Llácer “Regolí”…), vergel para los maestros foráneos (Lee Konitz, Gerry Mulligan, Donald Byrd, Hampton Hawes…), en general, posada para que la canalla, dispar y predispuesta, citara al diablo como impúdica expresión de una voluntad de salir del letargo, prima hermana de una incorregible vocación de cambio.

A partir de 1965, Pedro Iturralde se incorpora a la nómina de músicos de la Orquesta de Radio Televisión Española y en 1966, invitado por su organizador, Joachim E. Berendt, participa en el festival de jazz de Berlín, donde, envalentonado por sus aventuras previas de acercar el flamenco al jazz y viceversa, incorpora a un guitarrista flamenco en su quinteto. Es el comienzo de la leyenda cuando, de una mezcla tan improbable, surge una música insólita y alucinante. Iturralde pretende dejar impresas esas sesiones, incluso se registran las actuaciones en vivo, aunque la auténtica proposición se la hace a los directivos del sello Hispavox cuando les indica su pretensión de hacer un disco de estudio. Entre 1967 y 1968, se llevan a cabo las grabaciones en Alemania, primero con Paco de Antequera a la guitarra, más tarde con Paco de Lucía (el inicio de otra leyenda) que, por motivos contractuales, firma como Paco de Algeciras. A pesar de la invención de la belleza, las grabaciones no se comercializarían en formato disco (en dos volúmenes) hasta 1974, con el título de “Jazz Flamenco”, un título que, si de Iturralde hubiera dependido, como confesó algunos años más tarde, hubiera tratado de matizar, en esa línea de ajustar el significado de la palabra exacta a su ideal de respeto (por la estructura modal del flamenco) y a la vez injerencia (por el espíritu libre del jazz): “más que de fusión, de andalucismo estaríamos hablando”, decía. En 1968 grabó con el pianista Hawpton Hawes otro disco fundamental en el desolador panorama del jazz español, “Pedro Iturralde Quartet featuring Hawpton Hawes”. Su formación musical, inagotable, incontestable, se hizo suprema cuando en 1972 se marchó a EEUU a estudiar al Berklee College of Music de Boston. Habían trascurrido ya 30 años desde aquellas primera veces con su padre, en las bandas, en su pueblo. Ahora Pedro Iturralde se había convertido, junto a Tete Montoliú, en el embajador de una música que, a pesar de ser minoritaria en España, comenzaba a gozar de cierta consideración.
Gracias a la función dinamizadora, primero de los aficionados en los Hot Clubs (Antonio Tendes, Luis Rovira, Javier Coma, Enric Vázquez…), después de los periodistas musicales (Alfonso Eduardo Pérez Orozco, Paco Montes, Juan Claudio Cifuentes “Cifu”, Javier de Cambra, Chema García…), todos ellos pioneros, amantes del género, eruditos, divulgadores y principales promotores de sensaciones, la música jazz reverberaba entre algunos (pocos) españolitos. RNE de Barcelona en 1959 funda con su programa “Rapsodia en Jazz” una tradición radiofónica que alcanza en los 70, 80, incluso en los primeros 90, sus momentos de mayor apogeo. Por otra parte, los programas de televisión (Jazz entre amigos) y las revistas especializadas, terminan por rematar la faena. Era el mejor momento para reivindicar a los clásicos, para apuntalar el destello de los precursores y, de paso, dinamizar el empuje de los músicos patrios. Iturralde y Montoliú, como cabeza de cartel, pero en el fondo todos aquellos que formaron parte de la aventura del jazz, por fin resonaban más allá de los techos abovedados y las paredes de ladrillo vista de las cuevas del Whisky Jazz Club y el Jamboree.

Nunca dejó Iturralde de explorar nuevas vías, ya fuera a través de los viajes, la colaboración o la participación como músico de estudio en grabaciones de discos, no exclusivamente de jazz, para otros artistas. Vinculado a la Santísima Trinidad sobre la que cimentó su sonido (jazz, clásica, étnica), Pedro Iturralde siempre apuró las boquillas de sus instrumentos de viento con la decidida intención de que la investigación le pillara tocando. El directo como laboratorio, caja de resonancia, patio de recreo de la ilusión. Por eso, los últimos años, tanto el Café Central de Madrid, paradigmático en su anómala propuesta de programar actuaciones por semanas, como la Sala Clamores y la Sala Galileo (ambas también de Madrid), cortejaron y dieron pábulo a las aventuras clásicas e innovadoras a la vez de uno de los más grandes músicos que hemos tenido en este país. Estemos o no hablando de jazz.
Les dejo a continuación un documental en el cual tuve la fortuna de colaborar (hace nueve años ya) y que, a pesar de sus evidentes limitaciones, trata de contextualizar a los pioneros del Jazz en España.