¡Qué signo el de aquellos tiempos!

El relanzamiento del Sign «☮» the Times de Prince, un álbum que ha cumplido ya 33 años, pone en perspectiva la capacidad que tuvo el Genio de Minneapolis de sobreponerse a las decepciones, a los fracasos y a las rupturas.


El relanzamiento del Sign «☮» the Times de Prince, un álbum que ha cumplido ya 33 años, pone en perspectiva (la edición Super Deluxe es torrencial y, por supuesto, apasionada) la capacidad que tuvo el Genio de Minneapolis de sobreponerse a las decepciones, a los fracasos y a las rupturas en un tiempo agitado (mediados de los ochenta en EE. UU.), publicando un material inflamable de reafirmación, síntesis y consuelo que a un servidor, a pesar de haberlo vivido en su momento, le pilló muy canijo, aunque no tanto como para que no me diera cuenta de que algo emocionante pasaba más allá de su portada.    

Nací en invierno, justo al borde de la primavera, en un tiempo de dictadura, justo al borde del ocaso. Fui creciendo desde el extrarradio (a base de descampado, mochilas como porterías, recreativos, meriendas con pan y chocolate y la serie V) hasta alcanzar el objetivo de los padres, la zona residencial, justo al borde de la bonanza económica, que nos pilló a tantos españolitos desprevenidos, sin saber muy bien cómo gestionar una nueva forma de vida (de aquellos polvos…): urbanización con piscina, centro comercial y dos coches aparcados en el garaje de casa. Ante el panorama de ese Mundo Feliz, qué otra cosa podía hacer el niño que era yo sino anhelar una mini cadena en lugar de unas Air Jordan o unos Levi’s etiqueta roja. Así éramos los héroes de la nueva clase media.

Al principio fue Michael Jackson, claro, puesto que había empezado desde muy pequeño, destacando de entre todos sus hermanos, y además porque, aunque era muy fácil cerrar los ojos cuando emitían en la televisión el videoclip de «Thriller», resultaba imposible mantener los oídos tapados cuando sonaba esa o cualquiera de sus canciones. Su mastodóntica maquinaria arrasaba con todo, desde luego, en cambio la magia no parecía que le sobrara. En cualquier caso, cuando lanzó Bad en 1987, a pesar de los cinco años que habían transcurrido desde la publicación del álbum Thriller, todos le esperábamos con muchas ganas.

La portada.

Unos meses antes de que Jackson sacara Bad, Prince había lanzado un álbum doble con una portada bizarra, donde una imponente batería/coche dominaba el encuadre y un forillo saturado de naranja, simulaba, en plan cómic, rótulos de neón. Desenfocado, de refilón, el maestro de ceremonias (un tipo peculiar ese Prince) salía del cuadro por la derecha. Cuento esto porque recuerdo perfectamente aquel instante, en la tienda de discos de unos grandes almacenes, mirando de reojo la portada del Sign «☮» the Times de Prince con el Bad en la mano. Tal vez fue un flechazo que, inspirado por unas púberes e indómitas ganas de conocer, desestabilizó los cimientos de la frágil seguridad que me había llevado hasta allí para hacerme con el disco de Michael Jackson. Y me hubiera llevado los dos, eso está claro, pero el trato al que había llegado con mi madre, que era la que iba a apoquinar, no incluía más que un ejemplar en la transacción. Opté por serle fiel al talentoso hermano de los Jackson, a pesar de la electricidad que desprendía el disco de Prince, si bien desde entonces no he dejado de pensar en aquel momento decisivo que, por otra parte, me sirvió para empezar a investigar en profundidad la música del intrigante músico de Minneapolis.

Las primeras referencias que tuve de Prince antes de llegar a ese instante fueron las canciones «Kiss», «Raspberry Beret» y «Purple Rain» (más alguna lejana reminiscencia de 1999 y «Little Red Corvette»). ¿Hacía rock?, ¿hacía funk?, ¿hacía pop? Lo que fuera que hiciese no parecía que se amoldara a nada de lo que yo hasta entonces había escuchado. La verdad es que por culpa de la radio y, especialmente, de los videoclips, que empezaban a resultar esenciales para la difusión de las canciones entre los más jóvenes (la MTV se desplegaba sin piedad), la música de Prince inició un lento proceso de arraigo en algún lugar de mi interior, desencadenando una vertiginosa revolución entre mis sustancias químicas ya de por sí revolucionadas. Un año después, a sabiendas del estajanovismo de Prince y de la pereza de Jackson, pude planificar convenientemente un nuevo acuerdo con mi madre para que me comprara el Lovesexy. Esta vez era ella la que miraba de reojo la portada («Un tipo peculiar mi hijo«). Con todo, he de puntualizar que Sign «☮» the Times, tal vez por un acusado respeto reverencial que siempre me ha llevado a ser prudente con los discos considerados fundamentales de cualquier artista, no se instaló en mi habitación hasta que pasaron tres o cuatro años desde su lanzamiento, no recuerdo si después de Batman o de Graffiti Bridge. Algo así como un síndrome de Stendhal de andar por casa. Ya ves tú, qué tontada.

Pero volvamos de nuevo a 1987, meses antes de la escena en la sección de discos: yo, desplegando la doble carpeta de Bad, mi madre, pagando en caja. Retrocedamos concretamente al mes de febrero, cuando en la radio algún locutor se pavoneaba de la última osadía del músico de Minneapolis, el adelanto del nuevo álbum, un sencillo desconcertante, un soberano cambio de rumbo cuyo minimalismo potenciaba con atrevida sensatez el vídeo musical que lo promocionaba. Considerando el «Subterranean Homesick Blues» de Dylan como el fundacional, el vídeo de Sign «☮'» the Times, por su parte, no sólo seguía la estela de aquél sino que lo modernizaba y anticipaba el formato, al alza desde el 2010/2011, del lyric video actual. En cualquier caso, para mí, después de varias escuchas y sin entender casi nada de la letra (muy seguro tenía que estar de ella Prince para exponerla de esa manera), aquel sencillo constituía un extraño pastiche cuya electrónica, lejos de parecer futuro, encallaba en algún lugar remoto de un pasado que (todavía) no existía: Esa maximización del sintetizador (el Fairlight CMI que Prince tanto amó a lo largo de su vida) abrumaba por un sonido espartano que hacía brillar aún más la introducción vocal («Oh, yeah»), felina y estridente, dando paso al sonido de un bajo perturbado que dejaba suspendida en el ambiente lo más parecido a una melodía rítmica, sinuosa, que se ocultaba radical cuando la voz atacaba la primera estrofa. A rebufo de ese primer «Oh, yeah», Prince inhalaba profundo para coger la fuerza adecuada, de ahí la afilada edición de las pistas al enfrentarse al cúmulo de decepciones del relato. La segunda estrofa deparaba alguna sorpresa puntillosa, justo después de la imagen dantesca (en el interior de una iglesia), así como la intromisión de la guitarra, dibujando garabatos intermitentes de blues hasta el final de la canción. En el estribillo una suave atmósfera digitalizada daba calor a la voz rota y saturada, como una parte del truco. La otra parte que redondeaba la pirueta, se valía de la retórica de la frase de apertura con la que hacernos cómplices de la supuesta diatriba. La tercera estrofa recurría al minimalismo abisal con el que convocar, tras la repetición del estribillo, a la ironía como giro y colofón de una letra emocional y directa. La hipnosis de las seis cuerdas seguía, sin embargo, filtrándose entre los huecos que dejaba el sintetizador, manteniendo, incluso, un duelo ligero (llamada/respuesta) contra la máquina huracanada, que acababa por cederle espacio al góspel de la guitarra. Una guitarra que desaparecía de raíz ante la magnitud del panorama, empeñado como estaba el demiurgo en romper el ritmo, redoblando el tiempo, con algún “Time” furtivo de fondo, como puntualizando un mastodóntico etcétera con el que la canción volvía al principio y, por tanto, se terminaba.   

Claro que yo, por aquel entonces, no sabía que todo esto podía estar sucediendo dentro de una canción pop, o mejor, que pudiera estar sucediendo sin que yo lo notara o que, aun notándolo, no supiera cómo expresar lo que me pasaba mientas la estaba escuchando.       

Sheila E, Prince y Cat.

A día de hoy es bien sabido (y bien documentado gracias a esta nueva reedición) que todo lo que quedó impreso finalmente en el disco original de Sign «☮» the Times engalanaba un periodo excesivo e inestable. Fue un punto de inflexión que dio lugar a un disco enorme y deslavazado (síntesis de otros proyectos: Dream Factory, Camille, Crystal Ball, el musical The Dawn) en su homogeneidad. Un disco de compendio y sensatez, con los pies en las nubes para armar una nueva banda. Y es que después de Purple Rain nada volvería a ser lo mismo. Y menos mal. De hecho, una de las cosas que más disfruté y, de hecho, todavía más disfruto de Prince, es su capacidad para escapar de unas florituras en busca de otras florituras; cuando esquiva la fórmula y dinamita las expectativas, a veces, con resultados no del todo satisfactorios.   

Por un lado, la emancipación y los cambios provocaron que la fantasía se desbordara; por otro, la soledad y la realidad circundante le dieron un toque más personal a alguna de las nuevas canciones. Digamos que Prince, aparentemente alejado de la realidad social y política (legítima la opción del artista), hasta ese momento se había centrado en explotar el lado hedonista, espiritual y psicodélico del asunto, añadiendo una frivolidad sexual tan chabacana y hortera como intrigante, precisamente todo un signo de los tiempos (finales de los 70, principios de los 80). La aparente falta de pensamiento crítico en sus canciones (de alguna manera «Ronnie, talk to Russia» y «Pop Life» fueron las precursoras del singular estilo Prince a la hora de enfrentarse a la realidad sociopolítica) no rebajaba un ápice su credibilidad como músico enorme, pero servía de estímulo a los que cuando le escuchaban arqueaban la ceja. Por eso resultaba un pelín complicado tener 13 años (en España) e interesarse por lo que hacía semejante bicho raro sin pensar que uno podía ser, de alguna manera, un bicho raro. Y aunque por el momento sólo era un cosquilleo, yo ya empezaba a sentir por dentro ese furor que priorizaba la curiosidad y la independencia por encima de todas las cosas. Los juicios de los demás me ayudaban a ponderar, pero no ponían freno a una voracidad ilimitada, que yo no sabía que tenía, por escuchar de todo de todos a cualquier hora.   

Espoleado por el devenir de los acontecimientos (incluida la negativa de la Warner ante la intención de sacar un álbum triple), Prince se sirvió, entre otras cosas, de una supuesta epifanía californiana para justificar la canción sobre la que pivotaría el nuevo y, definitivamente, doble álbum. La insoportable fragilidad del artista frente a los fenómenos naturales: algo tan mundano como sentir que la visión perimetral se despierta cuando la tierra se mueve bajo tus pies. Eso y el otro terremoto, el que más desestabiliza, el de hacerse mayor. Por tanto, parecía razonable pensar que, si la Escala de Richter había condicionado el tono de una nueva canción, ésta marcara el tono de todo un álbum. Pero ojo, que estamos hablando de Prince y nada es tan evidente como parece. En general lo de llamar disco conceptual a Sign «☮» the Times, a no ser que nos atengamos a las circunstancias compositivas ya aludidas o al símbolo de la paz incorporado en el título, parece algo forzado. Es verdad que algunas canciones se impregnan del sonido amargo, de la actitud crítica, que la canción homónima anticipa, pero es tan inquieta la propuesta (16 canciones) y es tan inquieto el artista, que, de repente, cuando vas por la tercera canción («Housequake, everybody jump up and down»), te das cuenta de que llevas encima al escorpión Prince y tú de ranita. A cada Marvin Gaye le llega su What’s Going On; a cada Prince, salvando los delirios, su Sign «☮» the Times.   

La canción Sign «☮» the Times, como sencillo y apertura del álbum, establece unos criterios que no se sustentan del todo luego, según avanza el repertorio. De hecho, reconforta que Prince, parcialmente implicado, recoja al canalla que asoma al final del tema y establezca, a continuación, su reverso en «Play in the sunshine», la transición a la luz del circunspecto. Para entendernos, ¿Qué mejor manera para hacer resaltar la oscuridad que meter unos cuantos temas de baile?

Pero al lío, centrémonos en Sign «☮» the Times.

Portada del single. Detrás del corazón está Cat.

Con el gancho de los titulares de los periódicos y la agilidad de las entradillas de los telediarios, Prince construye una narrativa audaz y muy simple con la que expone, toma partido y hasta se permite el lujo de frivolizar. En cinco minutos se condensan las inquietudes del artista americano, una estrella de casi treinta años, a mediados de los años ochenta. Da lo mismo si se puede considerar (o no) una canción comprometida o protesta porque, en verdad, es una canción pop enorme, capaz de abrir nuevas vías musicales, atacando al oyente por sorpresa, fruto de la investigación en el estudio y en solitario de su creador (otra de las señas de identidad del todo el álbum). Es también una canción generosa en tanto en cuanto no duda en zambullirse en aguas pantanosas, explotando territorios líricos confesionales cuya provocación puede resultar incluso más funesta que los esperables lugares comunes a los que el lascivo Prince nos tenía hasta ese momento acostumbrados.

Las ínfulas de Prince se contonean espasmódicamente con el ritmo a lo largo de la canción apuntando en cada estrofa dos o tres líneas narrativas que contienen, cada una, un tema central que a su vez se divide en múltiples subtemas relacionados. Es un desahogo de ocasión, una charla con los colegas, una reivindicación autoral de cara a la galería, el impúdico efecto de una transformación. Llámalo como quieras. Prince no es Bob Dylan, ni tampoco un depurado cronista urbano, eso está claro:

Sign ‘☮’ the Times

[Intro]
Oh yeah

[1ª estrofa]
In France, a skinny man died of a big disease with a little name
By chance his girlfriend came across a needle and soon she did the same
At home there are seventeen-year-old boys and their idea of fun
Is being in a gang called ‘The Disciples’, high on crack and totin’ a machine gun

Time, times

[2ª estrofa]
Hurricane Annie ripped the ceiling of a church and killed everyone inside
You turn on the telly and every other story is tellin’ you somebody died
My sister killed her baby ‘cause she couldn’t afford to feed it
And yet we’re sending people to the moon
In September, my cousin tried reefer for the very first time
Now he’s doing horse, it’s June, unh

Times, time

[Estribillo]
It’s silly, no?
When a rocket ship explodes and everybody still wants to fly
But some say a man ain’t happy unless a man truly dies
Oh why?

Time, time

[3ª estrofa]
Baby make a speech, Star Wars fly
Neighbors just shine it on
But if a night falls and a bomb falls
Will anybody see the dawn?

Time, times

[Estrribillo]
It’s silly, no?
When a rocket ship explodes and everybody still wants to fly
But some say a man ain’t happy unless a man truly dies
Oh why?
Oh, why?
Sign o’ the Times
Time, time

[Epílogo]
Sign o’ the times mess with your mind
Hurry before it’s too late
Let’s fall in love, get married, have a baby
We’ll call him Nate
If it’s a boy

Time, times
Times, time

Vaya tela: el SIDA, la violencia callejera, el tráfico de armas, el tráfico de drogas, los desastres naturales, la pobreza, el aborto, el loco gasto en la conquista del espacio (con mención expresa del desastre del transbordador espacial Challenger), la dudosa Defensa Estratégica de la era Reagan contra un posible ataque nuclear, la era Reagan en general…

Y a esto hay que añadir dos recursos utilizados que destacan por distintos motivos.

Digamos que uno por estrambótico: la paráfrasis del estribillo de una cita que el historiador Herótodo, atribuye al rey Creso, el cual, justo antes de ser ajusticiado por su captor, Ciro de Persia, cita a su vez al Sabio Griego Solón mencionando el carácter caprichoso de la fortuna, estableciendo que sólo es posible medir la felicidad de un hombre después de su muerte (“No llames a nadie feliz hasta contemplar su último día”).

Y el otro, cuando menos, por arriesgado: el giro final, en la estrofa del epílogo, que juega al equívoco y a la ironía, y acredita el toque principesco que hace que la canción sea especial, sea distinta. Y es que una vez asumido el fracaso, Prince aboga por sucumbir a la deriva y, por lo tanto, a ser progresivamente convencional (su antítesis en aquel momento): enamorarse, casarse y tener un hijo.

Ahora, cambien el SIDA por la COVID-19, a Reagan por Trump, la violencia callejera y el tráfico de drogas por…

¡Qué signo! ¡Qué cruz!

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